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E. Jones - Vida y obra de S. Freud - Introducción (1) (por L. Trilling)

Entre 1953 y 1957, Ernest Jones, uno de los primerísimos discípulos de Freud, publicó en tres volúmenes una biografía del médico vienés bajo el nombre de "The Life and Work of Sigmund Freud" (o "Sigmund Freud: Life and Work", según las fuentes).

En 1961, Lionel Trilling y Steven Marcus prepararon una edición abreviada orientada al gran público, y publicada tanto en tres volúmenes de bolsillo como en un sólo volumen de 688 páginas.

A continuación os ofrecemos en dos partes la Introducción escrita por el propio Lionel Trilling para esta edición abreviada:


INTRODUCCIÓN [parte 1 de 2]


Sigmund Freud declaró en varias ocasiones su firme oposición a ser objeto de un estudio biográfico, aduciendo como una de sus razones que lo único importante en él eran las ideas; lo más probable es que su vida privada, decía, no encerrara para el mundo el menor interés. Pero, la actitud del mundo no ha confirmado su opinión. La persona de Freud se yergue ante nosotros con una nitidez y significación tan excepcionales, que bien se puede afirmar de él que, en cuanto a grado de inteligencia y temperamento, no existe en los tiempos modernos un personaje de interés tan singular.

Si nos preguntamos la razón de este hecho, la respuesta inmediata la hallaremos, desde luego, en la magnitud y la índole de su obra. Las consecuencias que el psicoanálisis ha tenido para la vida de Occidente han sido incalculables. Nacido como una teoría de determinadas enfermedades mentales, llegó a convertirse en una teoría de la mente radicalmente nueva y trascendental. Todas las disciplinas intelectuales relacionadas con la naturaleza y el destino de la humanidad han sido afectadas por el peso de esta teoría. Sus concepciones penetraron en el pensamiento popular, aunque con frecuencia en forma grosera y a veces falseada, originando no sólo una nueva terminología, sino también un nuevo modo de enjuiciar las cosas. Sentimos irreprimible curiosidad por conocer la vida del hombre que provocó este cambio profundo y general en nuestros hábitos mentales, tanto que las ideas de Freud tratan de nuestra propia vida en cuanto personas, y porque casi siempre se experimentan de forma intensamente personal.

Además de esta primera natural curiosidad, existe otra razón para nuestro interés por la vida de Freud; una razón sobre todo intelectual, o quizá diríamos pedagógica. O sea, el papel que desempeña la biografía de Freud respecto a facilitar nuestra comprensión del psicoanálisis. El psicoanálisis, al igual que otras disciplinas, se entiende más segura y claramente si se le estudia en su desarrollo histórico. Pero lo fundamental en la historia del psicoanálisis es la explicación de cómo se forjó en la propia mente de Freud, pues sus concepciones las elaboró enteramente solo. No se niega la categoría intelectual de sus primeros colaboradores cuando aseguramos que —a excepción de Josef Breuer, que fue algo distinto y superior a un colaborador— ninguno aportó nada sustancial a la teoría del psicoanálisis. La ayuda que prestaron a Freud consistió principalmente en servir de contraste a sus ideas, en constituir una comunidad intelectual en la que éstas pudieran discutirse, comentarse y ser sometidas a las pruebas de la experiencia clínica. La circunstancia de que Freud fuera la única persona que creara esta ciencia, y que también él sólo la llevara a su grado de madurez, quizá no favorezca mucho al psicoanálisis. Pero esta es la situación, y el relato de la vida de Freud, de los problemas intelectuales que halló y tuvo que superar, nos proporcionan un conocimiento más ajustado de la efectividad de las ideas psicoanalíticas que el que podríamos extraer de su estudio en cuanto doctrina sistemática, no importa cuán lúcidas fuesen las exposiciones a que acudiéramos. Por lo demás, creo, éste es el enfoque pedagógico que prevalece en muchos de los institutos para la formación de psicoanalistas.

Todavía existe una tercera razón que justifica el interés que para nosotros presenta la vida de Freud: la razón de mayor peso, que reside en la forma y el estilo de su vida, en el encanto y la fuerza que hallamos en su condición de personaje legendario.

Parte de este encanto y esta fuerza deriva, en mi opinión, de la consonancia que se advierte entre la vida de Freud y su obra. La obra es dilatada, metódica, valiente y de miras generosas; y lo mismo cabe decir de su vida. En nuestros días no suele hallarse pareja consonancia. El muy citado verso de un poema de W. B. Yeats dice que «el hombre tiene que elegir la perfección de la vida o del trabajo». Estas palabras son típicamente modernas. A no dudarlo, Yeats se refiere sólo a los poetas, y lo que quiere decir es que éstos derivan sus motivos y conducta de sus impulsos y pasiones, que muy probablemente serán causa de desorden en su vida personal; y supone Yeats que los imperativos éticos, las duras sanciones que fuerzan a la «perfección de la vida» se erigen en obstáculo de los procesos creadores. No pretendemos dudar que esto encierra un fondo de verdad —y verdad freudiana, desde luego—, con todo debemos observar cuán propia de nuestro tiempo es la tendencia a convertir la vida del poeta en paradigma de toda biografía, y cuán de nuestro tiempo es la inclinación a acentuar el divorcio entre la vida y la obra, y a encontrar un especial valor en la obra «perfecta» que tiene su origen en una vida «imperfecta».

Si lo anterior es cierto, el acudir a la vida de Freud apunta a una más remota inclinación, a una estética de la biografía que prefiere que la vida y la obra concuerden entre sí, que se complace con la convicción de que Shakespeare fue hombre de noble temple, se siente satisfecha con la serena dignidad y belleza con que la estatua de Sófocles muestra a éste, y se siente contristada con las obvias mezquindades de Milton. Y el propio Freud anhelaba para su existencia lo que pudiéramos considerar una condición de intemporalidad.

Abiertamente y sin rodeos, Freud aspiraba a ser un genio, después de haber soñado, en época más temprana, en convertirse en héroe. Seguramente por la circunstancia de que, al igual que el protagonista de su novela preferida, de Dickens, David Copperfield, nació con una membrana, signo de un gran destino. Fue uno de esos niños a quienes estrafalarios desconocidos auguraban grandezas,  basando la predicción en su apariencia. Él mismo se refería al inapreciable y virtualmente mágico don que le supuso la especial veneración de su madre —«El hombre que haya sido el indiscutible preferido de su madre, mantiene ante la vida la actitud de un conquistador, aquella confianza en el triunfo que lleva con frecuencia al triunfo real». Era el mayor de seis hijos vivos —entre su único hermano y él había diez años de diferencia y cinco hermanas—, y la familia depositó en él todas las esperanzas, esas grandes ilusiones que las familias judías se complacen en forjar con respecto a sus hijos varones; ilusiones que entre los judíos de Viena, con sus recién reconocidos derechos, quizá fuesen especialmente elevadas. Sin duda, era él el más llamado a satisfacerlas, puesto que iban completamente de acuerdo con el ethos de la época; a mediados del siglo diecinueve todavía se acariciaba el ideal de grandes logros personales en la ciencia y el arte, y nadie había descubierto aún, anticipándose al freudismo, el peligro de «someter a presión» a un muchacho. La obligación de triunfar que le habían impuesto su familia y su cultura, venía reforzada por el modelo de ética propuesto por una educación tradicional. Para comprender el modo de vida de Freud, debemos tener presente lo que para los muchachos y la mentalidad europea significaban entonces las Vidas de Plutarco, sobre los griegos y romanos notables. Aunque Freud, como judío, se identificó muy tempranamente con Aníbal, el gran enemigo semita del Estado romano, es bien sabido que Roma cautivaba su imaginación. Sus infantiles fantasías de fama militar quedaron sustituidas por la aspiración a convertirse en un héroe cultural; cuando imaginaba que algún día su retrato tendría un lugar de honor en el Aula de la Universidad, la inscripción que consideraba apropiada era el verso de Edipo Rey: «A quien resolvió el enigma de la Esfinge, y fue el hombre más poderoso.» La antigua tradición griega y romana fue reforzada por la inglesa —Inglaterra representó para Freud la gran patria de la libertad racional, y a menudo expresó su deseo de vivir allí—. Hubo un período de su juventud en que prácticamente todas sus lecturas fueron inglesas; en esta época Milton era su poeta inglés preferido, y admiraba a Oliver Cromwell, cuyo nombre puso a uno de sus hijos. Un heroico puritanismo inglés, unido al antiguo ideal de virtud pública, venía a asegurar la necesariamente más privada pero no menos rigurosa moralidad del hogar judío  de Freud, y contribuyó a formar en el joven la idea de cómo había que conducirse en la vida: con rigor, entereza y rectitud. Siendo esto así, seguramente debe parecer paradójico que gran parte de sus propósitos terapéuticos se centraran sobre el daño infligido por las exageradas demandas de la moralidad, y que, aun defendiendo el derecho de la sociedad y la cultura a plantear grandes exigencias al individuo, contemplara, sin embargo, con torva y triste mirada el sufrimiento que acarreaba el cumplimiento de aquellas exigencias. Se sometió a las más severas restricciones, viviendo según todos los indicios de acuerdo con la más estricta moralidad sexual, aun cuando defendía, según decía, «una vida sexual incomparablemente más libre» (a) aquella que la sociedad estaba dispuesta a permitir.

Un extremo de particular interés en la vida de Freud lo constituye el que sus sueños de triunfo sólo se hicieron realidad bastante tardíamente, y que sus plenas facultades no se manifestaran hasta que fue un hombre de mediana edad. Ello es poco común en la biografía de un genio. Es realmente cierto que Freud mostró de joven signos de inteligencia y rasgos de carácter que justificaban las grandes esperanzas que maestros y amigos abrigaban sobre sus futuros éxitos en la vida, y sobre su futura carrera profesional. Pero, de basarse en las pruebas aportadas por el joven Freud, nadie podía augurar incontestablemente unos logros extraordinarios. Aunque es indudable que los éxitos conseguidos eran por naturaleza imprevisibles, con todo, incluso las mejores cualidades de que Freud hiciera gala en sus primeros trabajos científicos, fueron una pálida muestra comparadas con lo que acabó realizando. Si consideramos como primer claro exponente de lo que Freud iba a conseguir el caso de Fraülein Elisabeth von R., y si aceptamos la fecha de 1892 para el mismo (pues existen ciertas dudas al respecto), Freud tenía treinta y seis años al comenzar la labor que le llevaría a la fama.

La lentitud de su desarrollo nos lleva a preguntar hasta qué punto los logros intelectuales de Freud no hay que conceptuarlo como una obra moral. Dos razones me acuden a la mente para hablar así. Se refiere una a la valentía que representa que un hombre de mediana edad, con obligaciones familiares y una idea completamente tradicional sobre la manera de hacerles frente, arriesgara su carrera por la causa de una teoría que constituía anatema para los líderes de su profesión. Se le reprobó no sólo en base a consideraciones morales, aunque éstas fueron suficientemente apremiantes, sino con argumentos intelectuales, ya que las ideas de Freud rechazaban los supuestos científicos a partir de los cuales la medicina alemana había realizado sus grandes avances. Para hombres de la escuela de Helmholtz, la idea de que la mente —no el cerebro ni el sistema nervioso— pudiera ser la causa de su propio mal funcionamiento, e incluso el origen del mal funcionamiento del cuerpo, era peor que una herejía profesional: era una profanación del pensamiento. Freud se había educado en la tradición de aquellos hombres, y se esperaba de él que la continuase y la prestigiara. El caso es que nunca la repudió totalmente, puesto que a la vez que negaba su materialismo, defendía su determinismo; pero lo que negaba levantó una tempestad de injurias, a las que hizo frente con una imperturbabilidad olímpica.

La otra cuestión que quería implicar cuando hablaba de la índole moral de los logros de Freud, viene indicada por el propio juicio de Freud acerca de sus dotes intelectuales: nunca se sintió satisfecho de ellas. Pensaba que si alguna vez, imaginariamente, hubiera de enfrentarse a Dios, se quejaría de que no se le hubiera proporcionado «un mejor bagaje intelectual». Es bien conocido uno de sus juicios sobre su capacidad intelectual: «Yo no soy en realidad un científico, observador, experimentador, ni pensador. No soy más que un conquistador [en castellano en el texto original] por temperamento —un aventurero, si se quiere traducir el término— con la curiosidad, la intrepidez y la tenacidad inherentes a este tipo de seres». Imposible evitar una sonrisa ante la creencia de Freud en sus insuficientes facultades intelectuales, y acaso cabría sospechar, de no sentir simpatía hacia su persona, algo gratuito en su queja, una falsa modestia. No obstante, Freud expresa una realidad. A pesar de lo intelectualmente brillantes que puedan parecer ahora sus avanzadas ideas, no parecían brillantes tal como él las concebía; la sensación que causaban era mis bien de paciencia, de atenerse a los hechos, de obstinación. El orgullo era, en el mejor sentido de la palabra, la cualidad temperamental más sobresaliente en Freud. Sus descubrimientos los alcanzó gracias a un plan que progresaba con discreción y valentía. El científico suele alardear de humildad científica, de sujeción a los hechos, pero los hechos a los que Freud hubo de enfrentarse, no sólo eran dificultosos sino humanos, lo que equivale a decir desagradables, moralmente repulsivos, o incluso personalmente vergonzosos. No sólo fue gracias a su inteligencia, en el sentido usual del término, ni a sus simples dotes intelectuales por lo que Freud pudo comprobar que todas las historias de sus pacientes sobre violaciones sexuales que habían sufrido en su niñez eran falsas, y que su primitiva teoría basada en esos relatos tenía que ser abandonada. Algo más hubo de tener que controlara su inteligencia para que pudiese superar el disgusto por la decepción y la pena por el hundimiento de su teoría, para inquirir el por qué todos los pacientes incurrieron en la misma mentira, para llegar a la conclusión de no denominarla mentira, sino fantasía, para hallarle una explicación, y elaborar la teoría de la sexualidad infantil. Y algo más tuvo que haber, además de la inteligencia, para que llevase a término el trascendental análisis de su propio inconsciente.

Los lentos comienzos de Freud constituyeron una feliz circunstancia en su vida, y la explicación de gran parte de la condición de personaje de leyenda que en él descubrimos. Debido a que su época de plena creación no empezó sino con sus años de madurez, a que sus ideas hubieron de desarrollarse paulatinamente y que le fue necesario protegerlas de la hostilidad del mundo y de las inaceptables modificaciones de algunos de sus colaboradores, su mediana edad aparece llena de una energía heroica, épica, de expresión más patente y categórica que la de sus años de formación. Hombre de mediana edad, no renuncia con el paso del tiempo a sus ideales de juventud acerca de la superación, del esfuerzo, de las grandes exigencias para consigo mismo; antes bien, se hacen más intensos y audaces. Conforme entra en años, es consciente de una gran fatiga, se refiere a menudo, a la merma de sus energías, y se preocupa cada vez más por la idea de la muerte, de cuyo alcance de [da] cumplida la doctrina de Más allá del principio del placer. Pero quienquiera que lea su correspondencia, o un minucioso relato de la forma en que discurría su vida, comprobará cuán poco habían disminuido sus energías vitales, cuán poco permitía a la muerte que se cerniera sobre él. No se trata simplemente de que a sus setenta años emprendiera aquella profunda revisión de su teoría de las neurosis expuesta en Inhibición, Síntomas y Angustia, sino de la gran importancia que para él seguían teniendo todas sus relaciones personales, incluida aquella que muchos hombres de edad avanzada hallan difícil y con frecuencia imposible mantener: vivir con uno mismo. Al insistir Sandor Ferenczi en el parecido que veía entre Freud y Goethe, Freud, bromeando primero y luego bastante secamente rechazó la comparación. En una cosa, al menos, es, sin embargo, exacta: Freud, al igual que Goethe, tuvo la virtud de mantener, ya mucho después de su juventud, un interés personal, vivo y creador hacia sí mismo, que se advierte hasta en sus expresiones de cansancio y desesperación. 

Este interés no cede ni en su edad más avanzada, y es por esta causa que en sus últimos años Freud atrae nuestra atención más que en ningún otro período de su vida. Una atención cargada de dudas. Cuando leemos el relato de sus años primerizos inquirimos: «Este niño, este chico, este joven, este mimado, predilecto de la familia, ¿acabará siendo realmente Sigmund Freud?» Y leyendo el relato de sus años finales, de las postrimerías de su vida, preguntamos con igual curiosidad: «Este hombre cargado de años, este anciano, este hombre agonizante, ¿será posible que siga siendo Sigmund Freud?» En efecto, seguía siendo Sigmund Freud, y su obstinación no simplemente en seguir viviendo sino en mantener la calidad de su vida, le convierten en una de las historias personales más emocionantes.


[fin de la parte 1 de 2]

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