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Claude Lévi-Strauss - La Familia (1/5)

Texto del antropólogo Claude Lévi-Strauss, publicado originalmente en "Man, Culture and Society" (1956), a cargo de Harry L. Shapiro y, en España, en "Polémica sobre el origen y la universalidad de la familia" (1974). A continuación, primera parte de cinco y próximamente texto completo en PDF en la sección de Descargas.



C. LEVI-STRAUSS LA FAMILIA (1956)

La palabra familia es de uso tan común, y se refiere a un tipo de realidad tan ligado a la experiencia cotidiana, que podría pensarse que este trabajo se enfrenta con una situación simple. Sin embargo, sucede que los antropólogos pertenecen a una extraña especie: les gusta convertir lo «familiar» en misterioso y complicado. De hecho, el estudio comparativo de la familia entre los diferentes pueblos ha suscitado algunas de las polémicas más ásperas de toda la historia del pensamiento antropológico y probablemente su cambio de orientación más espectacular.
Durante la segunda mitad del siglo XIX y a principios del siglo xx, los antropólogos trabajaban bajo la influencia del evolucionismo biológico. Su idea era ordenar los datos de forma que coincidieran las instituciones de los pueblos más simples con una de las primeras etapas de la evolución de la humanidad, mientras que nuestras instituciones corresponderían a las etapas más avanzadas de la evolución. Así, por ejemplo, la familia basada sobre el matrimonio monógamo —que se consideraba en nuestra sociedad la institución más loable y apreciada— no podía encontrarse en las sociedades salvajes, que para el caso eran equiparadas con las sociedades típicas de los albores de la humanidad. Se asistió, por consiguiente, a una distorsión y a una interpretación errónea de los hechos; más aún, se inventaron caprichosamente etapas «primigenias» de la evolución, tales como «matrimonio de grupo» y «promiscuidad», para explicar el período en que el hombre era tan bárbaro como para desconocer las finezas de la vida social que son propias del hombre civilizado. Cualquier costumbre distinta de las nuestras, se seleccionaba cuidadosamente como vestigio de un tipo más antiguo de organización social.
Esta forma de tratar el problema perdió vigencia cuando la acumulación de datos hizo evidente el hecho siguiente: el tipo de familia característico de la civilización moderna, es decir, el basado en el matrimonio monógamo, en el establecimiento independiente de la pareja de recién casados, en la relación afectuosa entre padres e hijos, etc., si bien no siempre es fácil de reconocer tras la complicada red de extrañas costumbres e instituciones de los pueblos primitivos, es cuando menos patente en las sociedades que parecen haber permanecido —o vuelto— en el nivel cultural más simple. Tribus como los andamaneses de las islas del Océano Indico, los fueguinos de la extremidad meridional de América del Sur, los nambicuara del centro del Brasil y los bosquimanos de África del Sudoeste —por citar sólo unos ejemplos— que viven en pequeñas bandas seminómadas, que carecen o poseen una organización política muy simple y que tienen un nivel tecnológico muy bajo —pues algunos de estos grupos desconocen el tejido, la alfarería y la construcción de chozas— no tienen otra estructura social que la familia, la mayor parte de las veces basada en la monogamia. El investigador de campo identifica fácilmente las parejas casadas, asociadas estrechamente por lazos sentimentales y de cooperación económica, así como por la crianza de los hijos(as) nacidos de estas uniones.
Esta supremacía de la familia en las dos extremidades de la escala de la evolución de las sociedades humanas se puede interpretar de dos formas. Algunos áutores alegan que los pueblos más simples pueden considerarse algo así como el vestigio de una «edad de oro» anterior al sometimiento de la humanidad a las penalidades y perversiones de la civilización. Se supone que el hombre conoció, en aquel primer estadio, las delicias de la familia monógama, pero luego renunció a ellas y que no fueron descubiertas de nuevo hasta el advenimiento del cristianismo. No obstante, la tendencia general entre los antropólogos —si exceptuamos a la escuela vienesa— es que la vida familiar está presente en prácticamente todas las sociedades humanas, incluso en aquellas cuyas costumbres sexuales y educativas difieren en gran medida de las nuestras. De este modo, tras haber sostenido durante cincuenta años que la familia, tal y como la conocemos en las sociedades modernas, era la consecuencia reciente de una evolución lenta y prolongada, los antropólogos actuales se inclinan hacia la convicción contraria, es decir, hacia la idea de que la familia, constituida por una unión más o menos duradera y socialmente aprobada de un hombre, una mujer y los hijos(as) de ambos, es un fenómeno universal que se halla presente en todos y cada uno de los tipos de sociedad.
Sin embargo, estas posiciones extremas pecan ambas de simplismo. Es bien sabido que son muy raros los casos en los que pueda alegarse la inexistencia de lazos familiares. Un caso notable es el de los nayar, un numeroso grupo humano que vive en la costa de Malabar, en la India. En el pasado, la actividad guerrera impedía a los nayar fundar una familia. El matrimonio era poco más que una ceremonia simbó1ica, pues no creaba lazos permanentes entre un hombre y una mujer. De hecho, las mujeres casadas estaban autorizadas a tener tantos amantes como quisieran. Los hijos(as) pertenecían exclusivamente a la línea materna y la autoridad sobre la familia y sobre la tierra no era ejercida por el efímero marido, sino por los hermanos de la esposa. Por otra parte, la tierra era cultivada por una casta inferior, sometida a los nayar, con lo que los hermanos de una mujer gozaban de la misma libertad para dedicarse a las actividades guerreras que el marido temporal o los amantes de su hermana.
Ahora bien, el caso de los nayar ha sido, con frecuencia, interpretado erróneamente. En primer lugar, no puede considerarse un vestigio de un tipo primitivo de organización social que haya estado muy difundido en el pasado. Por el contrario, los nayar presentan un tipo extremo y complicado de estructura social y, desde este punto de vista, no prueban demasiado.
Por otra parte, no hay duda de que los nayar representan una forma extrema de una tendencia que en las sociedades humanas es mucho más frecuente de lo que comúnmente se reconoce.
Gran número de sociedades, si bien no han ido tan lejos como los nayar en negar el reconocimiento de unidad social a la familia, han limitado este reconocimiento al admitir simultáneamente pautas de tipo diverso. Por ejemplo, los masai y los chagga, dos tribus africanas, reconocían a la familia como unidad social, pero, por las mismas razones que los nayar, esto no se aplicaba para los hombres que estaban en el primer grado de edad adulta —que se dedicaban a las actividades guerreras— y a los que no se les permitía casarse ni fundar una familia. Dichos individuos acostumbraban a vivir en organizaciones regimentadas. Durante este período podían tener relaciones promiscuas con las mujeres pertenecientes al mismo grado de edad que el suyo. De esta forma, en estos pueblos la familia coexistía con un tipo no familiar y promiscuo de relaciones entre los sexos.
Por distintas razones existía el mismo tipo de pauta dual entre los boraro y otras tribus del Brasil, los muria y otras tribus de la India y Assam, etc. Todos los ejemplos conocidos podrían ordenarse de tal forma que los nayar aparecieran como el caso más coherente, sistemático y llevado a sus extremos lógicos, de una situación que puede presentarse de nuevo, al menos de forma embrionaria, en la sociedad moderna.
Una demostración elocuente la hallamos en la Alemania nazi, donde empezaba a aparecer una ruptura similar en la unidad familiar. Por una parte, los hombres se dedicaban a las actividades políticas y guerreras de las que, debido al elevado prestigio de dichas posiciones, derivaban innumerables libertades. Por otra parte, a las mujeres les estaban destinadas las «3 K» funcionales: Küche, Kirche, Kinder (cocina, iglesia y niños). Es fácil imaginar que, si esta orientación hubiera perdurado varios cientos de años, esta clara división de funciones entre hombres y mujeres, unida a la correspondiente diferenciación de status, bien hubiera podido dar lugar a un tipo de organización social en la que la unidad familiar gozara de tan limitada consideración como entre los nayar.
Durante los últimos años, los antropólogos han realizado grandes esfuerzos para mostrar que, incluso entre los pueblos que practican el préstamo de esposas, ya sea periódicamente con motivo de ceremonias religiosas, ya sea estatutariamente (como sucede cuando se permite a los hombres entrar en un tipo de amistad institucional que implica el préstamo de es· posas entre los miembros), estas costumbres no deben interpretarse como supervivencia del «matrimonio de grupo» por cuanto coexisten con la familia y, además, implican su reconocimiento. Es evidente que para poder prestar la propia esposa es preciso antes poseer una. No obstante, si consideramos el caso de algunas tribus australianas como los wunambal de la región noroeste, podremos darnos cuenta de que un hombre que se mostrara reacio a prestar su esposa a otros maridos potenciales durante las ceremonias religiosas, sería considerado «muy egoísta», ya que trataría de monopolizar un privilegio que el grupo social considera que debe compartir con todas las personas que tienen derecho a dicho privilegio. Si, además, tenemos en cuenta que dicha actitud con respecto al del acceso a las mujeres va acompañada con el dogma oficial de que los hombres no desempeñan papel alguno en la procreación fisiológica (lo que aportaba dos buenas razones para negar la existencia de lazo alguno entre el marido y los hijos(as) de la esposa), la familia se convierte en un grupo económico basado en la división sexual del trabajo: el marido aporta los productos de la caza y la esposa los de la recolección. Los antropólogos que pretenden que esta unidad económica basada en el principio de «dar y tomar» es una prueba de la existencia de la familia incluso entre los grupos más salvajes, no están ciertamente en una base más firme que aquellos antropólogos que afirman que dicho tipo de familia no tiene en común más que el término utilizado para referirse al otro tipo de familia tal y como puede observarse en otros lugares.
El mismo tipo de perspectiva relativista es aconsejable para la familia polígama. Recordemos que la palabra poligamia se refiere tanto a la poliginia, es decir, al sistema en el que a un hombre se le autoriza tener varias esposas, como a la poliandria, o sistema complementario en el que varios maridos comparten una esposa.
Ahora bien, en muchos casos sucede que las familias polígamas no son más que una combinación de varias familias monógamas en las que una misma persona desempeña el papel de varios cónyuges. Por ejemplo, entre algunas tribus bantúes cada esposa vive con sus hijos(as) en una choza separada; la única diferencia con una familia monógama es el hecho de que el mismo hombre desempeña el papel de marido para todas sus esposas. Sin embargo, hay otros ejemplos con una situación menos clara. Entre los tupikawahih del centro del Brasil, un jefe puede casarse con varias hermanas o con una madre y sus hijas (de un matrimonio anterior). En este último caso, los hijos(as) son criados conjuntamente por las mujeres, que no parecen preocuparse demasiado por el hecho de si los hijos que están criando son suyos o no. Además, el jefe presta de buen grado sus esposas a sus hermanos menores, a los funcionarios de la corte y a los visitantes. Nos hallamos, pues, no sólo ante una combinación de poliginia y poliandria, sino que la confusión aumenta todavía más por el hecho de que las co-esposas pueden estar relacionadas por estrechos lazos consanguíneos previos al matrimonio con el mismo hombre. En un caso presenciado por el autor, una madre y su hija, casadas con el mismo hombre, estaban al cuidado de unos hijos(as) que eran, al mismo tiempo, hijastros(as) con respecto a una de las mujeres y, según el caso, nietos(as) o hermanastros(as) de la otra.
La poliandria propiamente dicha puede, en ocasiones, tomar formas extrañas, como sucede entre los todas, donde varios hombres —por lo común hermanos— comparten una esposa. El padre legítimo de los hijos es aquél que ha realizado una ceremonia especial —y lo sigue siendo hasta que otro marido no se atribuye el derecho de paternidad mediante el mismo procedimiento. En Tibet y Nepal la poliandria parece explicarse por ciertos factores ocupacionales del mismo tipo que hemos encontrado entre los nayar: los hombres viven una existencia semi-nómada, como guías y portadores, y en consecuencia la poliandria hace factible que por lo menos uno de los maridos esté siempre al cuidado del hogar.
Si bien es cierto que la identidad legal, económica y sentimental de la familia puede mantenerse incluso bajo la poliginia o la poliandria, no es seguro que pueda decirse lo mismo cuando la poliandria coexiste con la poliginia. Como hemos visto, éste era, hasta cierto punto, el caso de los tupi-kawahib, por cuanto los matrimonios políginos existían —cuando menos como privilegio de los jefes— en combinación con un elaborado sistema de prestación de esposas a los hermanos más jóvenes, a los ayudantes y a los visitantes de otras tribus. En este caso se podría alegar que el lazo entre una mujer y su marido legal difiere más en grado que en cualidad de una gama de otros lazos que podrían ser ordenados en orden decreciente de fuerza: desde los amantes legítimos y semipermanentes hasta los amantes ocasionales. No obstante, incluso en este caso el status de los hijos(as) venía definido por el matrimonio legal y no por los otros tipos de uniones.
Si consideramos la evolución de los toda durante el siglo XIX nos acercamos al llamado «matrimonio de grupo». Los toda poseían originalmente un sistema poliandro, hecho posible gracias a la costumbre del infanticidio femenino. Cuando la administración británica prohibió esta última práctica, restaurando así la tasa natural de nacimientos, los toda continuaron practicando la poliandria; sin embargo, ahora, en lugar de varios hermanos compartiendo la misma esposa, les fue posible conseguir varias esposas. Como en el caso de los nayar, los tipos de organización que más lejanos parecen de la familia conyugal no se dan en las sociedades más salvajes y arcaicas, sino en formas de desarrollo social relativamente recientes y extremadamente elaboradas.
En consecuencia, es evidente por qué el problema de la familia no debe ser tratado de forma dogmática. De hecho, es una de las cuestiones más escurridizas dentro del estudio de la organización social. Poco sabemos del tipo de organización social que prevaleció en las primeras etapas de la humanidad, ya que los restos humanos que poseemos del paleolítico superior, es decir, de hace unos 50.000 años, consisten fundamentalmente en fragmentos de esqueletos y utensilios de piedra que no proporcionan más que una información muy insufíciente sobre las leyes y costumbres sociales. Por otra parte, cuando consideramos la amplia diversidad de sociedades humanas que han sido observadas, digamos, desde Herodoto hasta nuestros días, lo único que podemos decir es lo siguiente: la familia conyugal y monógama es muy frecuente. Dondequiera que parece ser invalidada por diferentes tipos de organizaciones, esto sucede, por lo común, en sociedades muy especializadas y complejas y no, como acostumbraba a creerse, en los tipos más simples y primitivos de sociedad. Además, los pocos casos de familia no conyugal (incluso en su forma polígama) establecen sin la menor sombra de duda que la alta frecuencia del tipo conyugal de agrupación social no deriva de una necesidad universal. Es posible concebir la existencia de una sociedad perfectamente estable y duradera sin la familia conyugal. La complejidad del problema reside en el hecho de que, si bien no existe ley natural alguna que exija la universalidad de la familia, hay que explicar el hecho de que se encuentre en casi todas partes.
Tratar de resolver este problema implica, en primer lugar, definir lo que entendemos por «familia». Dicho intento no puede consistir en integrar las numerosas observaciones prácticas realizadas en distintas sociedades, ni tampoco en limitarnos a la situación que existe entre nosotros. Lo pertinente es construir un modelo ideal de lo que pensamos cuando usamos la palabra familia. Se vería, entonces, que dicha palabra sirve para designar un grupo social que posee, por lo menos, las tres características siguientes: 1) Tiene su origen en el matrimonio. 2) Está formado por el marido, la esposa y los hijos(as) nacidos del matrimonio, aunque es concebible que otros parientes encuentren su lugar cerca del grupo nuclear. 3) Los miembros de la familia están unidos por a) lazos legales, b) derechos y obligaciones económicas, religiosas y de otro tipo y e) una red precisa de derechos y prohibiciones sexuales, más una cantidad variable y diversificada de sentimientos psicológicos tales como amor, afecto, respeto, temor, etc. Seguidamente procederemos a un examen detallado de estos diversos aspectos a la luz de los datos existentes.


(continuar leyendo: La Familia 2/5)
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