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Amor y ciencia-ficción



A veces se dice que Frankenstein, de Mary Shelley, es la primera novela de ciencia-ficción de la historia. Este género se caracteriza por usar las posibilidades de la ciencia para imaginar conflictos futuribles del ser humano. Sin embargo, con gran frecuencia la ciencia-ficción no es sino una alegoría del mundo presente del autor o incluso de asuntos atemporales.


Son recurrentes en la ciencia-ficción asuntos como el origen de la vida en la tierra, el control del estado sobre los ciudadanos, la relación con otros seres inteligentes, el futuro del planeta o los dilemas morales a los que nos enfrenta el avance de la biología humana; todos ellos temas que, hiperbolizados por una ambientación futurista, parecen ideales para una novela o una película de ciencia-ficción. Ahora bien, existen otras temáticas que clásicamente han sido abordadas desde el drama, como lo es el amor, la familia, la importancia de la Historia, la muerte. Sorprende entonces que algunos de estos últimos temas sean abordados por la ciencia-ficción.

En esta ocasión quiero destacar cuatro bellas historias de amor que el cine de ciencia-ficción de los últimos años nos ha dejado: Starman (1984), la versión de Solaris (2002) de Soderberg, Código 46 (Code 46, 2003), y Olvídate de mí (Eternal sunshine of the spotless mind, 2004).






En 1984, John Carpenter, conocido maestro del terror, nos sorprendió con una película sobre un alienígena: Starman. Era la época en que Spielberg, con Encuentros en la tercera fase y E.T., había puesto de moda el tema en el cine. Carpenter se apuntó a este tirón comercial, pero lo hizo para contarnos lo que en realidad no era sino una historia de amor. En ella, la protagonista (una fabulosa Karen Allen), una chica que había enviudado recientemente y que intentaba recuperarse de ello y reconstruir su vida, se topa con un clon extraterrestre de su difunto marido. Él (Jeff Bridges) es un alienígena que, como humano, parece medio tonto e intenta conocer el modo de vida de los humanos. Acaban teniendo una emotiva historia romántica en la que él conoce el poder del amor, no experimentado por su especie, y ella consigue un capítulo de felicidad con alguien que es conocido y extraño a la vez. Resulta llamativa la situación de que la única manera que tiene ella de salir del pozo de la depresión por la muerte de su marido sea enamorándose de alguien que, por un lado, es un clon de su marido y, por otro, un ser ingenuo y cándido, el único capaz de comprenderla, justo un no humano, y ser que para ella parece venir del más allá.


En el Solaris de Steven Soderberg, un astronauta recién enviudado (George Cloney), que asiste a una terapia de grupo para procesar su duelo, es enviado al espacio. Una vez allí, en Solaris, sus recuerdos se materializan y su difunta esposa (Natascha McElhone) vuelve a aparecer. El shock del protagonista es similar al de la chica de Starman, dado que ambos se vuelven a reencontrar con el ser amado que daban por muerto y que de hecho sigue muerto. En el Solaris de Soderberg, a diferencia del de Tarkovsky, el personaje irá recordando, a modo de flashbacks, todos los momentos que pasó en vida con su amada, por lo que la experiencia de reencuentro con la copia materializada de ella dará lugar a un revisión de esa relación. Finalmente, el protagonista decidirá morir como único modo de reencontrarse con ella. Así como en Starman la relación tiene la magia de la fugacidad, de las relaciones breves, como en Breve encuentro o en Antes del amanecer, en Solaris se abre para el protagonista un camino hacia el amor eterno.

Definitivamente, pues, tanto en Starman como en Solaris, la única manera de recuperarse del amor perdido será repetirlo con una réplica del ser querido. Esto no es nuevo en el cine: ecos de Vértigo, película homenajeada una y otra vez, en la que el protagonista (James Stewart) busca de nuevo una copia del ser muerto, sólo que esta vez la copia coincide con ser el original: ella (Kim Novak) en realidad no había muerto y él cree en un principio enamorarse de otra porque le recuerda a la primera, hasta que descubre que son la misma persona, que la primera no había muerto, descubrimiento que lo conduce precisamente a que ella muera definitivamente.



En Código 46 (2003), de Michael Winterbottom, un hombre (Tim Robbins) y una mujer (una Samantha Morton recién sacada de la piscina de plasma de Minority Report) se enamoran, y acaban descubriendo que comparten tal porcentaje de código genético, que su relación acaba siendo un modo de incesto que es perseguido por el estado. El único modo de solucionarlo es que él se someta a un borrado de memoria y que ella sea desterrada. La dulzura de la relación fugaz de los amantes de Starman o la posibilidad de un amor eterno como en Solaris quedan rotas completamente en Código 46, trágica y de dimensiones edípicas, y una curiosa reformulación de la prohibición del incesto en un mundo amenazado por el uso ideológico de la genética, algo que ya habíamos visto en Gattaca (1997). Se trata de la más freudiana de las historias de amor citadas en este artículo, la única que pone en juego el amor como una elección consistente en repetir los objetos edípicos.




La última gran aportación de una idea propia de la ciencia-ficción en el campo del amor ha sido Eternal sunshine of the spotless mind, en la que en un pareja, tras dejar la relación, tanto él (Jim Carey) como ella (Kate Winslet) deciden borrar su memoria para olvidar al otro. Una vez conseguido el borrado de memoria, los amantes vuelven a encontrarse en una suerte de eterno retorno que sólo puede ser roto si se descubre la trampa de la repetición. En esta ocasión, también se muestra el amor como una elección inconsciente de un modelo repetido, aunque sin los elementos edípicos de Código 46.





Starman, Solaris y Eternal sunshine comparten la idea de que el amor perdido no quiere ser abandonado y que la única manera de recuperarse de ello es repetir exactamente con la misma persona. Todos los amores son en realidad el mismo amor. Incluso cuando se vuelve a empezar de cero, como en Eternal sunshine. Y en Código 46 se añade la peculiaridad de revisar la idea de la elección de objeto amoroso como una elección edípica desde un punto de vista novedoso y sugerente: la determinación genética. Desde el punto de vista creativo, resulta interesante ver cómo estas cuatro películas se sirven de la ciencia-ficción para poder contar sus historias. Sería imposible someter a los protagonistas a sus situaciones de reencuentro o de repeticiones sin un elemento fantástico que lo permitiera. Pero a la vez es la manera más clarividente de mostrar que el amor es una compulsión a la repetición, y que estamos condenados a repetirnos o que quizás en esa repetición hallamos un modo de corregir o mejorar nuestros amores.

En la Grecia Clásica, Platón tuvo que recuperar el mito para explicar lo que el logos no permitía. Desde Frankenstein hasta nuestros días, la ciencia-ficción se ha convertido en una nueva forma de explicación mítica, fantasiosa del mundo. No es casual que la obra de Shelley llevase como subtítulo “El moderno Prometeo”. Las obras de ciencia-ficción de temática amorosa que hemos comentado, como “El Banquete”, recurren a la fantasía como manera de hablar de un ámbito, el amor, difícil de apresar desde la razón. Bienvenida sea, pues, la ciencia-ficción como el mejor modo de abordar una comprensión de la realidad.



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