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Norman Mailer y 'Last tango in Paris' (4 y último)

Luego una acción narrativa puede empezar a emerger del intercambio entre los personajes, de la misma manera en que una buena fiesta resulta diferente a las expectaciones previas del ama de casa y, sin embargo, se desarrolla a partir de la concepción original de la misma persona. Con un guión, los actores tratan de convencer al escritor, si es que está presente, de que mejore sus líneas; con la improvisación, los actores deben trabajar basándose en su propio talento. ¿Por qué suponer que el ingenio de esta compañía de inteligentes actores británicos tendrá menos conocimiento del modo y de la historia que un escritor de guiones que trata de expresar su concepción remota de lo que deben haber sido Churchill y Beaverbroke? ¿Por qué suponer que Wells y Burton tienen una idea mejor? ¿Acaso no es más posible que ellos tengan un conocimiento instintivo empotrado en su carne ambulatoria? ¿Acaso no podría la compañía, con sus buenos actores empapados en su propia historia, revelarnos más lo que puede haber sido esa semana que el esfuerzo más inspirado de un guionista?
Todos contenemos la cultura de nuestro país dentro de nuestras capacidades teatrales sin uso. Si bien es probable que Clark Gable no podría haber hecho una improvisación para salvarse a sí mismo, ya que no tenía los hábitos para ello, sin embargo, todavía queda la posibilidad de que Gable, de habérselo permitido, podría haber ofrecido unas cuantas revelaciones de la vida de Dwight D. Eisenhower, en especial debido a que Ike parece haber pasado una buena parte de su vida imitando la voz de Gable. Si la violencia puede liberar amor, la improvisación puede desatar la cultura sin uso de un artista de cine.
El argumento es concebiblemente espléndido, pero estamos hablando de improvisación histórica, en la que el final todavía no es conocido y lo que tiene importancia decisiva son los detalles. ¡Qué simples (e intensos) parecen, en comparación, los problemas de hacer una completa improvisación para Tango! Allí nos dan una situación fundamental, una muchacha malcriada a punto de casarse, un hombre aturdido cuya mujer es una suicida. El hombre y la muchacha están en una habitación para hacer el amor. Volvemos al mismo principio. Pero ya no podemos proyectar hacia el futuro. Si los actores no sienten nada el uno por el otro desde el punto de vista sexual, como ha indicado Schneider en distintas entrevistas que era el caso de ellos (hasta es posible que haya dicho la verdad), entonces no es posible una excitante improvisación de neas sexuales. (La improvisación tendría que trabajar sobre la consecuencia de una carencia de atracción.) Los actores no tienen que sentir una gran pasión el uno por el otro para poder dar un frisson a la audiencia, pero debe existir la suficiente atracción para proporcionar el combustible necesario para que la improvisación funcione. Sin un mínimo de realidad en una improvisación, sólo un monstruo puede continuar ofreciendo líneas interesantes. Una vez que está presente un poco de atracción, no hay nada de excepcional en la continuidad del proceso. La mayoría de nosotros, dada la relación umbilical del sexo y el drama, bombeamos nuestros fuelles psicológicos sobre muchas chispas sexuales, pero entonces, en un grado u otro, la mayoría de los affairs son improvisaciones, lo que equivale decir que son genuinos de algún modo y que constan de partes bien actuadas. Lo que separa a los actores profesionales de nosotros, las masas aficionadas con nuestro instinto animal por la hipocresía, nuestra actuación cotidiana, es la capacidad del profesional de poner poca emoción en la improvisación y mantenerse a larga distancia de ella. En una obra con guión, algunos profesionales no necesitan tener relación con los demás actores; ellos pueden, como dice Monroe, «liquidarlos» y sustituir otros rostros. Pero la improvisación depende de una vida continua, ya que existe en la tierra de nadie sita entre la actuación y la reacción no calculadas, es un estado psíquico especial, en sus mejores momentos más real que la vida a la que luego uno regresa; y es una forma muy especial de la locura. Todo el teatro es un corolario de la locura, pero trabajando con un guión ofrece un medio muy controlado de alejarse de la propia personalidad para encarnar otra. (Así como la capacidad formal de regresar.)
Lo que hace a la improvisación fértil, luminosa, aterradora y por último lo suficientemente peligrosa como para que un profesional como Gable renuncie a su práctica, es que el actor hace dos cosas al mismo tiempo: lleva adelante un rol ficticio, mientras que utiliza sentimientos reales, que luego empiezan a servir (en vez de la seguridad del guión) para estimar en su interior nuevos sentimientos y nuevas reacciones, hasta que está en peligro de penetrar en un territorio emocional demasiado fuera de su control.
Si ahora examinamos Tango con esta perspectiva, los riesgos (una vez que haya una verdadera atracción sexual entre el hombre y la mujer) tienen que multiplicarse. Al fin y al cabo, no están simplemente actuando como sí mismos, sino que más bien se han insertado en criaturas altamente cargadas de emociones, un hombre violento con un horizonte ensangrentado y una mimada muchacha de clase media con tiranías enterradas. Mientras prosiguen la improvisación, ¿cómo pueden evitar enamorarse o llegar a odiarse? Con buenos actores de cine, hasta puede haber peligro real de que la presencia del equipo de filmación los inflame más, ya que en cada actor dramático hay un grito orgiástico que quiere estallar.



Por tanto, el asesinato es la primera realidad dramática entre dos amantes semejantes en una filmación continua de improvisación. Progresan hacia un final que está aterrorizadamente abierto. El hombre puede matar a la mujer, o la mujer al hombre. Porque, como actores, también tienen que afrontar la vergüenza de separarse serenamente, un pequeño desastre cuando se está intentando crear intensidad, ya que un final de ese tipo equivale a una falta de inspiración, una cobardía ante la violencia potencial del otro. La improvisación es profundamente maldita cuando funciona, sube la apuesta, lo carga todo con potencial dramático, busca una colisión. No obstante, también ofrece una gran dimensión de exploración dramática. Porque los actores hasta se pueden enamorar, se pueden enamorar de verdad, pueden pasar por un rito de iniciación juntos y llegar a la cripta cerrada del corazón precisamente porque se los ha fotografiado fornicando juntos desde todos los ángulos y empero, tal vez deba poner «en consecuencia», han encontrado alguna reserva privada de intimidad que nadie más puede tocar. Que el mundo mire. No está cercano.
De ese modo, la verdadera improvisación que exige Tango tendría que haber avanzado cada día a partir de la experiencia del día anterior del acto; así hubiese ofrecido más interés estético. ¡Debido a su peligrosidad! Hay una línea divisoria delgada en los últimos reconocimientos de la psique entre balas verdaderas en un revólver y balas de fogueo. La demencia de la improvisación es tal, las intensidades volitivas pueden llegar a ser de tal magnitud, que uno apenas se anima a tirar con bajas de fogueo al otro actor. ¿Qué sucede si él o ella está tan desaforado por el frenesí que se niega a caer? Entonces hay que traer las balas verdaderas, morderlas.
Sin duda, el crimen literal es difícilmente el desenlace inevitable de la improvisación. Pero lo es en el diseño privado de la paranoia particular de cada actor. Empujados juntos en la improvisación más allá de lo que han experimentado hasta ahora los actores, ¿quién sabe qué riesgos se pueden llegar a correr? Por eso es probable que Brando haya preferido actuar de Bufón a un nivel muy alto y, por lo tanto, también eligiera reducir la importancia de Schneider. Al final, nos reímos de esas hermosas y plenas tetas que sólo servirán para jugar al fútbol (y ella decidirá perder quince kilos después de terminar la película, toda una pérdida de quince kilos de pulcritud). Brando, con su inmensa paranoia (muy poco injustificada) debe haber decidido como muchos artistas osados anteriores a él que se estaban aventurando demasiado. No necesitaba más.
No obstante, Brando perdió una oportunidad para su inmenso talento. Si hace décadas que es nuestro primer actor, se debe a que nos ha dado, desde la temporada en que llegó con el Tranvía, un sentido más grande de la improvisación que cualquier otro actor profesional. A veces daba la impresión de ser el único actor vivo que sabía sugerir que estaba a punto de decir algo más valioso de lo que en realidad decía. Eso le daba fuerza. Las líneas que otra gente había escrito para él salían de su boca como el último compromiso que podía ofrecer, pero que su vida contaba con cinco pensamientos mejores. Era como si cuando le exigían en otras películas decir líneas del guión tan malas como «Te hago morir, tú me haces morir, somos dos asesinos, el uno del otro», el subtexto, la emoción de las palabras que usaba detrás de las palabras se convirtiera en «Quiero que un cerdo te vomite en la cara». Eso era lo que daba un aire de amenaza rebelde y airada, pero no descontrolado, a todo lo que decía.
Ahora, en Tango, no tiene nada bajo el guión, porque su previo subtexto era el guión. Entonces apareció ante nosotros como un hombre que oraba, pero que no improvisaba. Pero entonces, un discurso prolongado apenas puede ser una improvisación si su línea de acción no puede ir a ningún lado salvo a las estructuras prearregladas del argumento. Es como el aparte de un político antes de que vuelva a ese texto preparado del cual la prensa ya tiene una copia. Por tanto, nuestro interés se alejó de las posibilidades y se centró en el mismo hombre, en su nobleza y en su truhanería. Pero al final su naturaleza resultó ser un interrogante menos interesante de lo que debería haber sido y pasan semanas antes de que uno pueda perdonar a Bertolucci por la cacofonía estética del final.
No obstante, uno puede perdonar. Porque, por último, Bertolucci nos ha dado un fracaso que vale por cien películas como El Padrino. Pese a todos sus solos, sus majestades fracasadas y horrores fuera de lugar, aún considerada como una aventura altamente imperfecta, todavía es la mejor película de aventuras que se pueda ver en este año pululante. Y abrirá un abismo en la existencia de Bertolucci. Ahora, el resto de su vida debe ser una improvisación. Sin duda, tiene coraje suficiente para vivir esa coyuntura. Porque comienza El último tango con Brando murmurando dos palabras: me cago en Dios.
Lo descontrolado en uno mismo ahora debe ofrecer su consejo. Si Bertolucci va a mandar a cagarse en Dios, que realmente lo haga. Entonces quizá todos aprendamos un poco más acerca de lo que Dios está dispuesto o no a perdonar. Es decir, a menos que Dios esté viejo y haya olvidado realmente, y nosotros estemos meramente en un océano de analidad humana, un Fausto colectivo carente de Mefistófeles y convirtiéndose en mierda. Sin duda, la elección es pequeña. Tontamente, empujamos en todas las artes y en todas las tecnologías en pro de la re-corporización de la creación. Es con seguridad una aventura más demencial que fornicar con el cerdo, pero es nuestra aventura, nuestra ballena blanca y por ella o con ella seremos seducidos. Y hasta el Congo con el sexo, la tecnología y las inflamadas livideces de la voluntad humana.

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