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Norman Mailer y 'Last tango in Paris' (1)

Primera parte, de cuatro, del prólogo escrito por Norman Mailer en 1973 para la edición novelada de El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci.



PRÓLOGO
Tránsito al narcisismo
Norman Mailer

Pagar cinco dólares y sumarse a la audiencia que llena la sala Translux para ver por la tarde El último tango en París es recordar una vez más que el planeta está en un estado de pululación. Las estaciones se aceleran. La nieve que caía en noviembre se ha retirado a principios de marzo. ¿Llegará nuestro verano de Pascuas y se irá para fines de julio? Es toda esa radiación nuclear, dice todo aficionado al ocultismo. Y nosotros pululamos. Como un hormiguero que empieza a sentir el calor.
Sabemos que los mil años de metamorfosis que anunciara Spengler y que cubren el camino entre la Cultura y la Civilización ya han pasado hace mucho tiempo; y que el siglo que se necesitaba para que un arte menor cumpliera el ciclo entre su nacimiento, ya no tiene vigencia. Modas completas cinematográficas nacen, medran y mueren en veinticuatro meses. ¡Silencio! Hace tan sólo medio año que Paulina Kael declaró a los lectores del New Yorker que la presentación de El último tango en París en el Festival de Cine de Nueva York del 14 de octubre de 1972 fue una fecha que «debe marcar un hito en la historia del cine, comparable al 29 de mayo de 1913, el día de la presentación de Le Sacre du Printemps, en la historia de la música»; y luego prosiguió para explicar que la nueva obra ostentaba «el mismo tipo de entusiasmo hipnótico de la Sacre, la misma fuerza primitiva y el mismo erotismo agresivo y acometedor... Bertolucci y Brando han modificado el rostro de una forma artística». ¿Qué se puede haber mostrado en la pantalla para que Kael se abriera tanto de piernas por una película? «Debe ser la película más poderosamente erótica que jamás se haya hecho y tal vez se transforme en la película más liberadora que jamás se haya hecho»... ¿Puede ser que esta misma persona sea nuestra Lady Vinagre, nuestra quintaesencia de la vinagrera? La primera frígida de nuestros críticos cinematográficos nos invitaba a su primera recepción pública. ¡Profetas de Baal, loor a Kael! Resultó obvio que no íbamos a presenciar una hora común de cinematografía.
Ahora, medio año más tarde, la película ya es historia, tiene toda la palpación de lo histórico. Algo tan discernible ya le ha sucedido a la humanidad como resultado, o por lo menos a esa audiencia que concurre al Translux a verla. Forman un equipo. Tiene una inesperada homogeneidad para ser una audiencia de cine compuesta, por cierto, por una rebanada sociológica tan delgada del salchichón de Nueva York y de las Zonas suburbanas que no se puede estar seguro de que el billete de entrada de uno no sea lo que queda para el mondadientes, mientras que el resto del público ha comprado todo un mordisco. Como mínimo, existe la misma sensación de opresión estética que se siente cuando un grupo de aficionados al teatro llenan una sala. De la misma manera, la audiencia del Último tango es un infarto de amistades anales de la clase media. (Si Freud no nos hubiese dado la pista, un lector de rostros podría llegar por sí mismo a la conclusión de que existe alguna conexión social entre el sexo, la mierda, el poder, la violencia y el dinero.) Pero estos rostros de clase media han avanzado su centímetro histórico desde la última vez que se los viera. Ahora están mucha más próximos a los últimos romanos.
Ya sean matronas jóvenes o viejas, hombres o mujeres, todos son swingers. Los varones tienen mostachos que los ayudan a intercambiar esposas; las hembras poseen el estilo de las boutiques de las grandes tiendas. Es como si todos aquellos elementos recientes e incongruentemente idealistas de la clase media se hubieran gastado por completo durante los años de resistencia a la guerra de Vietnam... y ahora produjeran un retorno al Caribe. ¡Sorprendente! En América, hasta los judíos tienen en este momento el aspecto de la clase media francesa, lo que significa que el egocentrismo de la boca fascista está estampado en el rostro nacional. Quizá se trata de la admisión de cinco dólares, pero esta audiencia tiene una obvia obsesión con el sexo como confirmado meollo de la vida opulenta. Es suficiente para que uno se sienta avergonzado de la propia obsesión (aunque, ¿dónde se podría delinear la diferencia?). Tal vez todo se deba a que la audiencia, todavía en marzo, está bronceada por el sol. El rojo y el naranja de sus pieles quedan bien con los famosos colores «todos uterinos» —así denominados por el coreógrafo­­— de los interiores del Último tango.
Durante el minuto anterior a que se apaguen las luces, ¡qué tensión hay en la sala! Uno puede encontrarse en medio del gentío justo antes de que empiece un combate de boxeo importante. Hace muchos años que no se espera ver una película con tanta anticipación. Y la tensión se mantiene cuando empieza la proyección. Vemos que Brando y Schneider se pasean por la calle. Ya que todos hemos sido informados (nada menos que por la revista Time), sabemos que van a proceder dentro de muy puco tiempo a una mutua ocupación sexual. La audiencia observa con ansiedad, como si también fuera a participar en el acto con una persona nueva; y el corazón (y para muchos, las entrañas) está trémulo entre el terremoto y la expectación. María Schneider tiene una presencia tan sexual. Ninguna de las fotografías nos ha preparado para esto. Son muy raras las actrices, sólo unas pocas, que tienen atractivo carnal. Uno siente como si las pudiera tocar en la pantalla. Schneider tiene un atractivo nasal: uno la puede oler. Es como todas las de dieciocho años que, previstas de minifalda y maxi-abrigo, alguna vez caminaron por la Quinta Avenida con esa arrogancia interior que proclama: «mi coño es mi carroza».
Sólo debemos esperar unos pocos minutos. Ella va a ver un apartamento en alquiler, Brando ya está allí. Se han cruzado en la calle y en una cabina telefónica; ahora están en una habitación vacía. Abruptamente, Brando cobra en efectivo el cheque que Stanley Kowalski escribió para nosotros hace veinticinco años: se monta a la heroína de pie. Resuelve el viejo interrogante de cómo hacerlo en una cabina telefónica. Le rompe las pantaletas de un tirón. En nuestra nueva línea de superlativos aprobados por Nueva York, se puede decir que el chirrido de la tela es el sonido más conmovedor que pueda escucharse en el Mundo de la Cultura desde las cuatro notas iniciales de la Quinta de Beethoven. De hecho es un gran sonido, pequeño pero preciso, como el de una cerilla encima de una pila de combustible, un medio por el cual el director nos puede decir: «Corno ya pueden ustedes adivinar por el modo en que establezco el comienzo de la obra, soy muy bueno como director y dispongo de una pareja soberbia, Brando y Schneider; los dos son pesopesados del sexo. Ahora pongo la promesa del director en el material: ustedes van a tener una experiencia grave y maravillosa. Vamos a llegar hasta el fondo de un hombre y una mujer.»



Así es como Bertolucci intima a través del silencio de esa habitación, mientras Brando y Schneider, totalmente vestidos, se sacuden, se agarran, hacen conexión, echan los bofes, gritan y acaban en menos de un minuto; sus orgasmos se suceden como cubos de basura que ruedan cuesta abajo. Se caen al suelo y se separan. Es como si les hubiera estallado una granada de mano en las entrañas. Una escena maravillosa, tan buena como un beso apasionado en la vida real, pero luego no tan buena, porque no ha habido toma de Brando poniéndose encima de Schneider. Y debido a que la audiencia ha estado mirando con todo el temor reverencial y sombrío que se puede llevar a la primera fila de un teatro médico, el resultado es como ver una operación sin presenciar la entrada del bisturí del cirujano.
Uno puede ir a cualquier exhibición pornográfica y ver cincuenta falos entrando y saliendo del mismo número de vaginas durante cuatro horas (si es que se puede encontrar a alguien que haya permanecido cuatro horas). Hay una abstracción monumental en la pornografía. Es como si cuanto más puede funcionar sexualmente un actor delante de las cámaras, menos puede ofrecer de cualquier otra cosa. Por último, los órganos sexuales muestran más carácter que los rostros de los actores. Se puede leer algo sobre las condiciones de una vida en el coño viejo o irritado de una muchacha joven, uno puede ver los triunfos del espíritu humano —labios viejos y muy quemados que todavía son capaces de brillar con nueva vida—. Es algo importante. En el pomo, hay falos cuyas venas distendidas hablan de la integridad de un corazón trabajador, pero en los rostros hay muy poco contenido específico. La pornografía adormece después de excitar y por último pone la mente a dormir.
Pero el falo verdadero de Brando en la vagina verdadera de Schneider habría llevado a la historia del cine mucho más cerca de la última experiencia que prometió desde su incepción (que es re-corporizar la vida). Uno puede constatar, como ocurría en la noche del estreno en el Festival del Cine, que eso no importó mucho. Sin la preparación para lo que iba a venir, el sexo simulado debe haberse estremecido como se sacude el sexo de verdad cuando es la primera vez. Desde entonces nos han dicho que la película es una maravilla y, por ende, estamos listos a resistirnos a su grandeza. y hemos leído en Time que Schneider dijo: «Nunca lo hicimos en escena. Jamás sentí atracción sexual por él... ya sabes que tiene casi cincuenta años y —se pasa la mano por el torso hasta el diafragma— es hermoso hasta aquí».
Entonces uno observa las cosas de modo diferente. Sí, están simulando. Sí, hay algo anormal en la forma en que acaban y se separan. Es demasiado estilizado, como si estuvieran ofreciendo sus sutiles respetos a Kabuki. La necesidad real por el aparato real de Brando hundido en las profundidades de la actriz real podría haberse sentido en esos momentos menos excepcionales que aparecen mucho después del inicio de la película y cuando ya se ha asentado la reacción del público.
Sin embargo, debido a que Tango es la primera película importante con un presupuesto respetable, un joven director soberbiamente habilidoso, un camarógrafo sumamente dotado y un gran actor que está dispuesto a hacer algo más que un trabajo superficial en la improvisación, la obra, por cierto, se introduce de lleno en esa ciencia cinematográfica casi inédita y, por ende, las leyes de la improvisación están delante nuestro; y la primera ley que se debe reconocer es que es casi imposible construir sobre una base demasiado falsa.
El verdadero problema de la improvisación en el cine es encontrar algún final que sea verdadero con respecto a lo que ha ocurrido anteriormente y, sin embargo, lo suficientemente irreal para que los actores puedan salir con vida.
Volveremos a ese tema. Empero, no es el momento indicado para irnos de nuestra sinopsis. Real o simulado, en la noche del estreno o meses más tarde, sabemos que por lo menos vamos a presenciar el estudio completo de un hombre y de una mujer y que el examen será íntimo. Brando alquila el apartamento vacío; allí se visitarán todos los días. Él se llama Paul; ella, Jeanne, pero todavía no van a saber cómo se llaman. No se van a decir cosas semejantes, informa él. «Aquí no necesitamos nombres... vamos a olvidarnos de todo lo que sabemos... todo lo que está fuera de este lugar es una mierda...»
Van a buscar el placer. Volvemos a la confrontación existencial del siglo. Dos personas van a hacer el amor en una habitación hasta que lleguen a un reconocimiento trascendental o a una muerte de ellos mismos. No lidiaremos con un argumento, sino con un tema que es campo de actividad propicio para cien películas. Por cierto, estamos frente a frente con la estructura fundamental del porno; la diferencia reside en que contamos con un director medido con la vara del porno de Eisenstein, y actores que son dioses. Entonces, la película hace propia la estructura más simple y más rica: hacer el amor en una habitación vacía y luego regresar a sus vidas separadas. Es como cualquier affair clandestino que han tenido los miembros de la audiencia, aunque aún más clandestino: ¡sin nombres! Todos los demonios personales serán exorcizados en el sexo, ¡se obliterará al pasado! Ésa es la tremenda sanción del anonimato. Equivale a una nueva vida.
Sin embargo, en el momento de la partida nos enteramos de poderosos detalles biográficos. La mujer de Paul es una suicida. Justo la noche anterior, se ha matado con una navaja en la bañera; la habitación de la muerte está delante nuestro, roja como un matadero. Una criada sollozante la limpia mientras habla con Paul. Ni siquiera es seguro que la mujer haya sido una suicida o que Paul la haya asesinado; eso casi no es el punto en cuestión. Lo importante es la muerte sangrienta suspendida encima de la vida de Paul como una existencia amputada y sangrante; con ese torso rojo entre los ojos, hará el amor en los días sucesivos.
Jeanne, a su vez, está a punto de contraer matrimonio con un joven director de televisión. Es la estrella de un videofilm que él está haciendo sobre la juventud francesa. Ella pone mala cara y tortura a su novio, disfruta consigo misma, disfruta de la idiotez especial de los hombres. Puede traicionar a su joven director ante sus propios ojos. También disfruta de la violación que hará de sus propias raíces burguesas. En este film de televisión que ella hace dentro de la película, presenta su biografía ante la cámara de su novio: es la hija de un oficial del Ejército que ha muerto y que había sido lo bastante racista como para enseñar a su perro a detectar a los árabes con el olfato. Por lo tanto, está bien educada, hay tomas cortas de una villa suburbana donde pasaba las vacaciones de la infancia. Lo que va a sacrificar es nada menos que el honor familiar y concentrado del Ejército francés cuando, un poco más tarde, Brando procede a romperle el culo.
Estos antecedentes separados dividen a la película de modo tan preciso entre biografías y fornicación como esas copas de coctel tramposas que presentan el dibujo de un hombre o una mujer vestidos en la parte de afuera y desnudos por dentro del vaso. Cada vez que Brando y Schneider dejan la habitación, nos enteramos de más aspectos de sus vidas fuera del cuarto; cada vez que regresan, nos preparamos para avanzar un trecho más. Además, como para enriquecer el tema para los estudiantes de cine, Bertolucci ofrece pinceladas de la historia del cine francés. El salvavidas de Atalante aparece como homenaje a Vigo, y JeanPierre Léaud de Los cuatrocientos golpes es el director de televisión; el muchachito ya ha crecido. Algo del eco melancólico de Le jour se leve y Arletty también están con nosotros: esa sombría memoria de Jean Gabin vagando por los muelles húmedos de la madrugada, esperando que la policía lo aprese después de haber matado a su adorada. Es como si pensáramos no sólo en esa película, sino en las otras tragedias sexuales que nos ha traído el cine francés, hasta que la vista de cada calle gris y silenciosa de París está lista para evocar el sonido perdido de la Bar Musette y el chapoteo triste y casi silencioso del Sena. En ningún otro sitio como en París logran los amantes condenados pasar la tristeza, gota a gota, por la sangre del corazón del público.


(fin de la primera parte)

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