Segunda parte de la Introducción escrita por Lionel Trilling para la versión abreviada de Vida y obra de Sigmund Freud publicada por Ernest Jones.
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INTRODUCCIÓN [parte 2 de 2]
En la última etapa de su vida saboreó —aunque ésta no sea la palabra apropiada— un triunfo mucho mayor del que nunca pudiera imaginar en su juventud, aunque los ataques al psicoanálisis no cesaron, después de 1919 empezaron a revestir menor importancia en comparación con la creciente aceptación de las teorías de Freud. En Viena, se celebró públicamente su setenta cumpleaños, y a este siguieron otros honores. Su prestigio entre la intelectualidad quizá fuese aún ambiguo, pero no por ello dejó de ser enorme. Sin embargo, su éxito, al que siempre se refirió mordazmente, le trajo poca paz. Los últimos años de Freud fueron los más sombríos. A pesar de lo mucho que exigió a la vida, a pesar de su gran capacidad de goce, había considerado mucho tiempo la condición humana con amarga ironía; y entonces, por una serie de acontecimientos, la naturaleza cruel e irracional de la existencia humana iba a ensañarse en él con renovada y terrible fuerza.
La defección de dos de sus más valiosos colaboradores caracteriza este período de la vida de Freud. Nunca se había tomado las deserciones a la ligera, y, en particular, la ruptura con Jung le dolió como algo personal. Con todo, las primeras escisiones, aunque fueran de por sí bastante penosas, eran hechos que deben estimarse normales en una empresa intelectual común, resultado natural de diferencias temperamentales, de cultura, y de enfoque intelectual. Las deserciones de Rank y Ferenczi, en cambio, fueron de distinta índole. Durante años, ambos se mantuvieron en estrecho contacto con Freud, especialmente Ferenczi, el más querido de todos los colegas, y al que Freud trataba como a un hijo. La cuestión no sólo residía en que esos compañeros de trabajo tan apreciados se dedicaran a revisar la teoría psicoanalítica por vías simplistas y extravagantes, sino que sus opiniones desviacionistas iban acompañadas de profundos trastornos de la personalidad, hasta el punto que uno de ellos, Ferenczi, murió loco.
La sombra de la muerte deja sentir su peso sobre los primeros años de esta última fase. Anton Von Freund, que se había propuesto hacer progresar la causa del psicoanálisis gracias a su considerable fortuna, y a quien Freud se sentía muy unido, murió de cáncer en 1920, tras largos y terribles sufrimientos.
Días después, Freud recibía la noticia de que había muerto, a la edad de veintiséis años, su hermosa hija Sophie, a la que a la que llamada «Sunday child». En 1923, a la edad de cuatro años, moría Heinz, el hijo de Sophie. Freud sentía por este nietecito un cariño especial —decía que para él Heinz valía más que todos los hijos y nietos— por lo que su muerte representó un duro golpe. Cada muerte la sentía como la pérdida de una parte de su ser, y afirmó que la muerte de Anton von Freund cooperó sobremanera a su envejecimiento. De la muerte de Sophie dijo que era «una profunda herida narcisista imposible de cerrar», y respecto a la muerte del pequeño Heinz, que marcaba el final de su vida afectiva.
En 1923, supo que tenía cáncer de mandíbula. Se le practicaron treintay tres operaciones, todas muy penosas, y durante dieciséis años hubo de vivir en medio de dolores, a menudo terriblemente intensos. La prótesis que utilizaba era horrible y dolorosa, desfigurándole el rostro y el habla; y Freud era, como es sabido, un hombre un tanto vanidoso.
Carecía, por supuesto, de credo religioso que le ayudara a enfrentarse a la gratuidad de su sufrimiento, y no poseía tinte alguno de «filosofía». Con la misma obstinación de Job rechazaba el alivio que procuran las palabras; aún incluso con mayor obstinación, pues no se permitía el consuelo de la acusación. Así son las cosas: la vida es un asunto feo, irracional y humillante; nada puede paliar este juicio. Lo exponía con la misma simplicidad de la propia Ilíada.
No obstante, nada le derrumba, y en realidad nada le debilita. Decía a menudo que estaba disminuido, pero no era cierto. Solía referirse a su apatía, pero el trabajo seguía adelante. El malestar en la cultura, un libro de excepcional importancia, se publica a sus setenta y tres años. En el momento de su muerte, a los ochenta y tres, se hallaba escribiendo su Esquema del psicoanálisis, y recibe pacientes hasta un mes antes de su muerte.
Ciertamente, como decía a menudo, puede que sintiera apatía respecto a su propia vida, importándole poco vivir o morir, pero mientras se halló con vida, no se mostró indiferente consigo mismo. Y con toda seguridad este egoísmo encierra, como he sugerido, el secreto de su calidad moral. «Mit welchen Recht?» (¿Con qué derecho?), exclamó, inyectados los ojos, al informársele en sus últimos días de que cuando se supo por primera vez el diagnóstico de cáncer, sus amigos habían pensado en la posibilidad de ocultarle la verdad.
A pesar de que era muy viejo, que el episodio tuvo lugar hacía tiempo, que la mentira tenía un fin piadoso, y que, de hecho, no llegaron a mentirle, la mera posibilidad de que pudiera limitarse su autonomía lo consideraba como un grave atentado a su orgullo, haciéndole montar en cólera al instante. Creemos que su gran capacidad de amar dimanaba de su orgullo. A esto se refiere cuando habla de la «profunda herida narcisista» que le produjo la muerte de su hija. Quizás esboza una crítica de este rasgo cuando añade «A mi mujer y a Annerl les ha afectado en forma más humana». Pero aunque su manera de amar fuese menos «humana» que otras, lo que es muy dudoso, era extraordinariamente intensa y ardiente. Su egoísmo le movía a reconocer y respetar el egoísmo de los demás. ¿Qué otra cosa, si no, iba a inducirle, fatigado y agobiado como estaba, a estimar que debía responder a todas las cartas de desconocidos, a escribir, por ejemplo con semejante extensión, y en inglés, y con tal interés, a una mujer que le había escrito desde América desesperada por la homosexualidad de su hijo?
Durante sus muchos años de grandísimo dolor —ya próximo al fin, se refería a su mundo como a «una pequeña isla de dolor en un mar de indiferencia»— no tomó ningún analgésico, y sólo al final permitió que se le diera aspirina. Dijo que prefería pensar atormentado a no poder pensar con claridad. Sólo cuando supo con certeza que su fin era inevitable, pidió un sedante con cuya ayuda pasó del sueño a la muerte.
Freud halló en Ernest Jones el llamado a ser su biógrafo más idóneo. No cabe duda de que con el transcurso del tiempo aparecerán otras biografías de Freud, mas en cuanto cualquiera de ellas quiera ser de valor, habrá de basarse en la autorizada y monumental obra del doctor Jones. Huelga aclarar el por qué era el doctor Jones el único preparado para la ardua tarea, pues fue el colaborador de Freud durante treinta y un años. Su participación en la implantación del psicoanálisis en el continente americano e Inglaterra, resulta decisiva. Del célebre «Comité», grupo que formó Freud con los colegas más admirados y de mayor confianza, para que tras su muerte velara por la integridad del psicoanálisis, el doctor Jones era uno de los dos o tres miembros que más se distinguían por su inteligencia y buen criterio. Entregado como estaba al psicoanálisis en sus aspectos más ortodoxos —si es que así puede decirse— creyó posible, por la misma razón de la fuerza de su compromiso, recibir y mantener el legado de Freud sobre ciertas materias teoréticas. Su propia eminencia le permitía juzgar a Freud con impresionante objetividad, y a la vez expresar sin limitaciones su gran admiración por él. Disponía de un amplio bagaje cultural que cubría muchos campos, y de un estilo literario vigoroso y transparente.
En ciertos rasgos de carácter el doctor Jones podía compararse con Freud. No tenía, ni aspiraba a ello, la circunspección majestuosa de Freud; y era muy temperamental. Pero igualaba a Freud en energía, aunque las energías de ambos fueran, sin duda, de distinta fibra, y el testimonio de su obra, así como la descripción que hace de sí mismo en su inacabada autobiografía, sugieren cuán grande fue su propio egoísmo creativo, cuan fuerte era su ansia de heroica persistencia y perfección.
De las extraordinarias cualidades personales del doctor Jones tuve conocimiento directo en una ocasión. Cuando estuvo en Nueva York, durante su última visita a América con ocasión del centenario del nacimiento de Freud, el doctor Jones accedió a intervenir en una película para la televisión, rogándoseme que fuera su interlocutor. En su forma actual la película dura poco menos de media hora, pero era el resultado de muchos metros rodados durante tres días. El trabajo de aquellos días fue más difícil de lo que imaginé. En un tórrido mes de mayo, el doctor Jones y yo nos sentamos a una mesa de la biblioteca del Instituto Psicoanalítico y conversamos sobre Freud, el psicoanálisis y la vida del doctor Jones, ante la formidable tensión que suponían para nuestros nervios las luces, cámaras, realizadores, encargados de accesorios (pendientes, sobre todo, de la posición de mi cenicero encima de la mesa), maquilladores y electricistas. El doctor Jones tenía entonces setenta y ocho años. Tan sólo unos días antes de su llegada en avión a Nueva York, había sido dado de alta del hospital, tras una importante operación de cáncer, y durante el vuelo había tenido una hemorragia. Sin embargo, se mostraba infatigable e imperturbable. El primer día, durante la pausa del almuerzo, se retiró a la habitación que se le había destinado para descansar y recibir a su médico, el doctor Schur, que había atendido a Freud en sus últimos años. Traté de resistirme a su invitación para que lo acompañara, pues pensé que debería dormir un rato o, al menos, dejar de hablar. Nada más lejos de su intención. El doctor Schur era un viejo amigo, y yo, como descubrí con satisfacción, iba por el camino de convertirme en otro más; así que el doctor Jones pensó, desde luego, que lo que la situación requería era precisamente una conversación. Recuerdo que consintió en acostarse, pero se enzarzó con el doctor Schur y conmigo en animada conversación hasta que fue hora de volver al trabajo. Nada es más agotador para algunas personas que el esfuerzo por ser claros e inteligentes en charla improvisadas ante las cámaras. Pero el doctor Jones no tenía ese temperamento; sobre cualquier tema que se le planteara, hablaba con una claridad meridiana, directa y convincentemente, sin esfuerzo aparente; se limitaba a expresar lo que sabía y creía, y era evidente que disfrutaba al hacerlo. Al término de cada jornada el doctor Jones se dirigía alegre a cualquier acto social o público que tuviera previsto, y yo, agarrotado de cansancio, le veía partir con la sensación de haber conocido al superviviente de una raza de titanes.
Cuando, a instancia del editor americano del doctor Jones, míster Marcus y yo nos encargamos de preparar una edición de la biografía que fuese más asequible al lector medió que los tres gruesos y caros volúmenes originales, éramos, en mi opinión, lo bastante conscientes de la grave obligación que contraíamos. Estimábamos, empero, que por las características de libro, bien podríamos reducir su extensión sin merma de su alcance, ni minimizar su enjundia e importancia, y creemos haberlo conseguido.
Algunos cortes en seguida se impusieron por sí mismos, quedando plenamente justificados. El doctor Jones ha respaldado documentalmente sus manifestaciones, señalando sus fuentes en forma minuciosa; pero el lector medio no precisa de las muchas páginas que representa el despliegue de erudición de que aquél hizo gala. Sin duda es asimismo acertado contar con las anotaciones del cirujano, relativas a las muchas operaciones de mandíbula de Freud, más para la mayoría de los lectores son de escaso interés. El capítulo del doctor Jones referente a la teoría inicial de Freud sobre la muerte, luego abandonada, posee en realidad un interés propio, aunque recapitula en forma ampliada lo que ya sabía el lector por el anterior hilo de la narración. Algo parecido puede decirse de las casi 170 páginas del volumen II de la edición original, en el que el doctor Jones resume y comenta la obra de Freud hasta 1919; pero como su propósito al escribir esas páginas se justificaba por la necesidad de tratar en forma más reducida determinados episodios de la vida intelectual de Freud, hemos mantenido ciertos pasajes de este examen, transfiriéndolos a las partes correspondientes del relato biográfico. De la edición original, cerca de 200 páginas del volumen III están dedicadas al «Análisis histórico» de la relación e influencia de Freud sobre diversos campos culturales; esas páginas son de esencial interés, mas integran de por sí casi un libro, y son importantes, ciertamente, para un estudio de Freud, pero no estrictamente necesarias para la comprensión de su vida y su carácter. Sin embargo, también en este caso hemos conservado ciertos pasajes, utilizándolos para dar mayor claridad a algunos puntos del relato. Las cartas de Freud siempre revisten interés, pero opinamos que las incluidas completa o parcialmente en los apéndices de los volúmenes II y III no forman parte integral de la biografía. En la edición original los encabezamientos y las despedidas de las cartas ocupan mucho espacio, por lo que hemos omitido unos y otras, salvo cuando hacían al caso. Hemos respetado todas las notas a pie de página que suponen una explicación necesaria, pero omitimos las digresivas, a menos que tengan un interés concreto.
Las medidas de este tipo no fueron difíciles de adoptar. Donde comenzaron las dificultades, naturalmente, fue al trabajar con el propio texto. Nos permitimos el lujo de sentirnos tranquilos al contar con la insólita abundancia de material con que el libro estaba confeccionado y con la reflexión de que el doctor Jones disponía de muchas más pruebas de las que necesitaba. Además de su propio conocimiento personal de Freud, y de las circunstancias de su vida, de la formación del movimiento psicoanalítico y de las personalidades que lo constituyeron, estaba la masa detallada de información que consiguió en cuanto biógrafo «oficial» y de toda confianza, los recuerdos personales de los familiares, amigos y colegas de Freud, y un enorme volumen de cartas y otros documentos (el hijo del doctor Jones refiere que el primer volumen hubo de ser nuevamente redactado, al hallarse un baúl de cartas después del fallecimiento de la viuda de Freud). El biógrafo que se halla en tal situación tiene suerte, en verdad, y a la vez desgracia. Una especie de devoción natural le impele a conservar cualquier minucia informativa; considera un deber aducir todas las pruebas a su alcance, e incluso examinar su validez. Por no citar más que un ejemplo: el doctor Jones cita varias veces al principio de la narración los recuerdos de una de las hermanas de Freud; casi siempre llegaba a la conclusión de que tenía que estar equivocada respecto a lo que había recordado; consideramos que no era necesario incluir sus recuerdos —que, fieles o no, carecían de importancia en sí mismos— ni las razones del doctor Jones para tenerlos por erróneos. Y en general, allí donde nos parecía que el doctor Jones añadía las tareas de archivero a las de biógrafo, nos encargamos de librarle de las obligaciones contraídas, de suerte que sus notables facultades de biógrafo pudieran desplegarse con toda energía.
Sólo así pudimos seguir adelante. Por lo demás, míster Marcus y yo confiábamos, respecto a nuestra labor editorial, en el tacto literario que esperábamos tener, en nuestro respeto por el doctor Jones, y nuestra admiración por su libro, en nuestro profundo interés con Freud como hombre y como mente. Nuestro sistema consistió en una íntima y razonada colaboración. Cada uno de nosotros leía por separado un capítulo, marcando lo que creíamos que debía omitirse. Luego leíamos juntos el capítulo, comparábamos las exclusiones que proponíamos, acostumbrando a discutirlas con cierto detenimiento; teníamos por norma zanjar los desacuerdos conservando el pasaje en cuestión. En varios lugares en que nuestras exclusiones obligaban a nuevas transiciones, las realizamos con lo que creemos constituye el espíritu de la prosa del propio doctor Jones.
LIONEL TRILLING
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