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Norman Mailer y 'Last tango in Paris' (2)

(inicio de la segunda parte)

Sin embargo, a medida que la película progresa con todas las habilidades en evidencia, mientras Brando da una actuación que es inolvidable (y Schneider muestra toda la promesa de llegar a transformarse en una estrella de primera magnitud), mientras se llevan a cabo la rotura del culo y la acción de escariar históricas, y el lenguaje rompe a través de muros que aún no se han levantado —¡ningún general de la censura podía saber que los ejércitos de la obscenidad estuvieran tan cerca!—, mientras se multiplican esas sorpresas y la lascivia sube las escalinatas hacia el amor, algo extraño le sucede a la película. No logra explotar. Es un depósito de dinamita y, sin embargo, algo no funciona en el estallido.
Uno se va perplejo del teatro. Jamás se encendió el detonador. Pero, ¿dónde estaba ubicado? Uno vuelve a hacer un trazado de la línea del argumento.
Entonces regresamos a Paul intentando levantar el horizonte ensangrentado de la muerte de la esposa. Hasta tenemos una comprensión instintiva de cómo debe degradar su hermosa actividad fálica; sin duda, nos proporciona el detalle preciso de que engrasará el culo de Jeanne con mantequilla antes de romperle el orgullo familiar. Una escena o dos más tarde, la vuelve aún más temerosa de él balanceando una rata muerta que se la ofrece para que coma. «Guardaré el culo para ti —le dice—. Culo de rata con mayonesa.» (El público ruge; Brando conoce al público.) Ella está de pie ante él con un traje de bodas blanco. Se ha escapado del equipo de cine que estaba por filmar su casamiento pop. Ha corrido hasta el apartamento bajo la lluvia. Ahora, temblando pero recuperada del miedo, le dice que se ha enamorado de alguien. Él le dice que tome un baño caliente o que tendrá neumonía y todo lo que él podrá hacer será «fornicar con la rata muerta».
No, protesta ella, está enamorada.
«Dentro de diez años —dice Brando mirándole los grandes pechos—, vas a estar jugando al fútbol con esas tetas.» Pero la idea del otro amante lo mortifica. «¿Es bueno en la cama?»
«Magnífico.»
«¿Sabes?, eres una imbécil. Porque la mejor cama que vas a tener está aquí mismo, en este apartamento.»
No, ella dice, su amante es maravilloso, un misterio... diferente.
«¿Un rufián local?»
«Puede ser. Tiene ese aspecto.»
Él le dice que jamás podrá encontrar el amor hasta que no haya ido «al mismo culo de la muerte». Es un amante que no tiene miedo a las metáforas.
«Hasta su mismo culo, donde encontrarás un útero de miedo. Y entonces quizá lo puedas encontrar.»
«Pero ya he encontrado ese hombre», dice Jeanne. La metáfora se ha alargado demasiado para ella. «Eres tú; tú eres ese hombre.»
En las viejas películas de guión, una frase semejante era punteada con las cuerdas de un compositor de cine. Pero aquí se trata de una improvisación. La respuesta inmediata de Brando es decirle que tome un par de tijeras y se corte las uñas de la mano derecha. Con dos dedos será suficiente. Que le ponga los dedos en el culo.
«Quoi?»
«Que me pongas los dedos en el culo, ¿acaso estás sorda?»
No, no es demasiado sentimental. El amor jamás son flores, sino pedos y flores, además de todos los exámenes superlativos. Entonces vemos el rostro de Brando delante nuestro: es una trágica máscara angélica de angustia incomunicable que nos ha hablado a través de los años acerca de sus heroicas profundidades inexploradas. Ahora penetra nuevamente en ese fundamento de gladiador, y ante nosotros y ante millones de rostros por venir, Jeanne será su violadora sustituta, verdadera o simulada. ¡Qué entrada en las últimas imágenes de la historia! Él nos habla con el cuerpo de Jeanne detrás suyo y los dedos concebiblemente en su interior. «Voy a conseguir un cerdo —son palabras que escapan de ese rostro trágico— y voy a hacer que el cerdo te la meta», sí, el contacto dentro de su culo ha provocado una fantasía gorgónea, «y quiero que el cerdo te vomite en la cara. Y quiero que tragues ese vómito. ¿Vas a hacer eso por mí?»
«Sí»
«¿Eh?»
«Sí»
«Y quiero que el cerdo se muera... —larga pausa— mientras lo estás fornicando. Y luego tienes que ponerte detrás y quiero que huelas los pedos moribundos del cerdo. ¿Vas a hacer eso por mí?»
«Sí y más que eso. Y peor que antes.»
Brando ha prometido fidelidad. En nuestros años del siglo xx, ¿cómo podemos hacer un contrato de amor con menos de doscientos kilos de mierda de cerdo? Con su coraje para entregarse, por último podemos reconocer la tragedia de la expresión de Brando en estos veinticinco años. Esa expresión ha estado encerrada en la imposibilidad de poder comunicar alguna vez un núcleo de pensamientos personales semejantes por medio del arte mendicante de actor. Empero, acaba de hacerlo. Probablemente es el único actor en el mundo que podría haberlo hecho, pero entonces nada menos que El Padrino lo hubiera puesto en esa posición. Su metáfora no está llena de mierda por un bajo precio. Ha estado viviendo en ella, pus, puz y Puzzo. Y ahora, Brando se exorciza. Se saca la mierda de encima y la deja encima nuestro. Y al público le encanta. Ha venido a que lo cubriesen. El mundo no está poluto gratuitamente. Hay un mal funcionamiento profundo del siglo xx en la eliminación de la basura. Y Brando está al tanto de lo que ocurre. Es un golpe de genio haber hecho un discurso como ése. Una y otra vez dice en esa película que sólo es posible llegar al amor levantándose de la propia mierda.



Entonces procura evacuar su pérdida eterna sobre el suicidio de su mujer. Se sienta al lado del cadáver en un sombrío cuarto del hotel, la maldice, llora, procede a sacarle el maquillaje del sepulturero, medita sobre el amante de su mujer (que vive en el piso de arriba del hotel) y pasa por algún recodo de la oscuridad, ya que ahora (fuera de escena) procede a retirar sus muebles del nuevo apartamento. Nos damos cuenta de ello cuando vemos a Jeanne en las habitaciones vacías. Paul ha desaparecido. Le ha ordenado que marche hacia les pedos del cerdo por nada. Entonces ella llama a su director de televisión a que mire el apartamento desierto. ¿Lo deben alquilar? El profundo sentido práctico de la burguesía francesa está en cuatro patas sobre nosotros. Ella aprecia el valor de unas pocas memorias que pondrían el condimento necesario a su limpio matrimonio. Pero el director de televisión debe de oler el viejo guiso, porque se va de improviso después de decirle que buscará un apartamento mejor.
Súbitamente, Brando vuelve a estar al lado de Jeanne por la calle. ¿La ha estado esperando? Parece rejuvenecido. «Se terminó», dice ella. «Se terminó», él contesta. «Entonces vuelve a comenzar.» Está enamorado de ella. Le revela su biografía, su mujer muerta, sus detalles anti-románticos. «Tengo una próstata del tamaño de una buena patata de Idaho, pero todavía dispongo de un buen palo... Supongo que si no te hubiera conocido es probable que me contentaría con una silla dura y unas hemorroides.» Se dirigen a un salón, un casi mítico palacio del tango, donde se está llevando a cabo un concurso de danza. Se emborrachan y salen a bailar; Brando hace una escuálida parodia del tango. Cuando los jueces los sacan, él les muestra el culo. Todavía hay ecos de El Padrino.
Ahora vuelven a tomar asiento y abruptamente termina el amorío. ¡En un abrir y cerrar de ojos! Ella se siente aburrida con él. Algo ha sucedido. No sabemos qué. ¿Es una burguesa asqueada de este salón de baile? ¿O su desfiguración del tango lastimó algún último nervio del alto comportamiento francés? Sería un motivo demasiado pequeño. ¿Debemos concluir que el amor sin la máscara deja de ser amor o decidir después de una reflexión que la carencia de máscara es más congenial que estar sin nombre en la cama de un amante desconocido?
Hay diez razones por las que puede terminar el amor de Jeanne, pero no conocemos ninguna. Ella sólo se lo quiere sacar de encima. Libradme de este viejo de cincuenta años, puede llegar a ser su único grito.
Intenta huir. Él la sigue. La sigue en el metro y todo el camino hasta su casa. Paul sube las escaleras en espiral mientras ella asciende en el lento ascensor. Paul irrumpe con ella en el apartamento de la madre de Jeanne, sin aliento, mascando chicle, mirando todo de reojo. Ahora se transforma en un falo humano. Es el recuerdo de todas las buenas actuaciones que ha tenido con ella. «Éste es el tiro de gracia, nena. Vamos a ir hasta el final.»
Ella saca la pistola reglamentaria de su padre y le pega un tiro. Él murmura: «Nuestros hijos, nuestros hijos recordarán...», sale tambaleando al balcón, mira la mañana de París, se saca la goma de mascar, la pega con cuidado en la parte inferior del hierro forjado del balcón en un movimiento que es caldo puro de Brando (la cultura es una cagada de cabra sobre el busto de Goethe) y muere. El ángel del rostro trágico desaparece de la pantalla. Y la orgullosa María Schneider, de súbito y del modo más increíble, se ve reducida a una tartamuda que murmura una disculpa. «No sé quién es —murmura mentalmente a los flics que vendrán—; me siguió por la calle, intentó violarme, está loco. Quiso violarme.»
Y termina la película. Empieza el interrogante. Nos ha ofrecido una ruptura cinematográfica como no habíamos visto, por lo menos, desde I Am Curious, Yellow. De hecho, hemos avanzado mucho más. Es difícil pensar en cualquier otro film que haya dado un paso tan gigantesco. Sin embargo, si ésta es «la película más poderosamente erótica que jamás se haya hecho», entonces el sexo es como un laxante para las damas. Porque nos han dado un baño de mierda gratuitamente. Con todo su poder, la película al final se ha dado vuelta como un guante. Nos han pedido que siguiéramos a dos amantes serios y más o menos desesperados mientras pasan por los rizos de la lascivia y de la defecación, a través de una especie moderna de cura casera del cáncer, y hemos aceptado sus profundidades modernas (¡caga en la cara del ser amado y encuentra el amor!), sólo para descubrir una extorsión en la estética. Nos han llevado en este tour hasta la próstata tan grande como una patata de Idaho sólo para reconocer que nunca llegamos a explorar las catacumbas del amor, la pasión, la infancia, la sodomía, la ternura y la rotura del hielo emocional y que, en cambio, únicamente vagabundeamos del oasis de un onanista a otro.
Sin embargo, es una película que se ha declarado, por el poder de su comienzo, como experiencia igual a una gran fornicación y, por lo tanto, la medida de su éxito o de su fracaso es de la misma estética sexual. Muy pocas veces el valor de una película ha dependido tanto del poder o de la falta de poder de su final, aún como una gran fornicación llena de promesas puede ser anulada por un final pobre. De ese modo, en Tango no hay un reagrupamiento de las fuerzas para el final, ningún remolino de destinos sexuales (en este caso, del público y los actores) en el mismo embudo de transformarse, sin salirse de los sentidos a la búsqueda de una nueva visión, en un ataque contra una pared ciega, en el espasmo de un masturbador; y uno es arrojado hacia atrás, conmovido, demasiado ubicuamente electrificado y pleno de críticas ante el pasado inmediato. Ahora las fallas recordadas de la película corroen su propio placer, así como el orgasmo fracasado de un acto apasionado pondrá en duda el carácter de esa pasión.

 (fin de la segunda parte)


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