Diecinueve años después de E.T., Steven Spielberg anunció el estreno de Inteligencia Artificial. En el "teaser trailer" pudimos ver que se había escogido un título, a modo de iniciales, que remitía inevitablemente a E.T., la película que fascinó a niños y no tan niños no sólo por representar la realización del deseo de tener como amigo un entrañable extraterrestre sino también por tocarnos emociones más ocultas con lo que no es sino la historia de crecimiento de un niño, Eliot, que no ha aceptado todavía que su padre ya no viva con él y que la madre no le dé nada a cambio; un niño a quien el encuentro con su amigo no imaginario le conducirá a crecer.
Dicho esto, A.I. es también la historia de un niño. En vez de extrañar al padre, David, es un niño robot que busca el amor eterno de una madre. Hasta aquí, A.I. se nos presenta como una revisión de E.T., pero no tardaremos en descubrir que A.I. no es sino el reverso oscuro de E.T. El propio Spielberg, muy dado a los autohomenajes ya desde ‘1941’, se encarga de avisárnoslo en ese plano en el que vemos la silueta de Jude Law frente a una inmensa luna. Referencia indiscutible a la luna sobre la que vemos volar en bici a E.T. y a Eliot, en esta ocasión esa luna no busca sino la muerte de los Meca. Pronto comprobaremos que el destino de David se acerca más al amargo final del protagonista del Imperio del sol que no a la tierna despedida entre Eliot y el extraterrestre.
A partir de aquí, la historia de David es el fracaso que podría haber tenido Eliot. Eliot halla en E.T. un sustituto del padre ausente, vive mil aventuras con él y finalmente tienen que despedirse. Eliot pierde un amigo, pero gana madurez. El público, emocionado por la despedida, sale de la sala de cine con un buen sabor de boca, habiendo aprendido como Eliot también lo ha hecho. La historia de David, en cambio, es muy otra. Empieza teniendo una madre, ésta lo abandona sin que él pueda entender por qué, y ahí empiezan unas desventuras, algunas de ellas terroríficas, como la Fiesta de la carne, que lo conducirán a descubrir que su sueño es imposible, para que más tarde unos supermeca le permitan satisfacer su ansiado deseo casi como Freud mismo define a los sueños: alucinatoriamente. En esta ocasión, el público sale compungido, afectado, consciente de lo que el propio David no es consciente o no parece serlo: que finalmente es un meca abandonado en un planeta sin humanos, sin madre.
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