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Una definición de Dios

Fragmento de la novela "2001: Una odisea espacial", de Arthur C. Clarke.


Si había polémica entre los físicos, no era nada comparada con la surgida entre los biólogos, cuando discutían el viejo problema: «¿Qué aspecto tendrían los extraterrestres inteligentes?» Se dividían en dos campos opuestos... argumentando unos que dichos seres debían ser humanoides, y convencidos igualmente los otros que «ellos» no se parecerían en nada a los seres humanos.


En abono a la primera respuesta estaban los que creían que el diseño de dos piernas, dos brazos, y principales órganos sensoriales de superior calidad, era tan básico y tan sencillo que resultaba difícil encontrar uno mejor. Desde luego, habría pequeñas diferencias como la de seis dedos en lugar de cinco, piel o cabello de raro color, y peculiares rasgos faciales; pero la mayoría de los extraterrestres inteligentes —en abreviatura generalmente empleada, los E.T.— serían tan similares al hombre, que podría confundírseles con él, con poca luz o a distancia.


Este pensar antropomórfico era ridiculizado por otro grupo de biólogos, auténticos productos de la era espacial que se sentían libres de los prejuicios del pasado. Señalaban que el cuerpo humano era el resultado de millones de selecciones evolutivas, efectuadas por azar en el curso de períodos geológicos dilatadísimos. En cualquiera de estos incontables momentos de decisión, el dado genético podía haber caído de diferente manera, quizá con mejores resultados. Pues el cuerpo humano era una singular pieza de improvisación, lleno de órganos que se habían desviado de una función a otra, no siempre con mucho éxito... y que incluso contenía accesorios descartados, como el apéndice, que resultaban ya del todo inútiles.


Había otros pensadores —Bowman lo hallaba así también— que sustentaban puntos de vista aun más avanzados, no creían que seres realmente evolucionados poseyeran en absoluto un cuerpo orgánico. Más pronto o más tarde, al progresar su conocimiento científico, se desembarazarían de la morada, propensa a las dolencias y a los accidentes, que la naturaleza les había dado, y que los condenaban a una muerte inevitable. Reemplazarían su cuerpo natural a medida que se desgastasen —o quizás antes— con construcciones de metal o de plástico, logrando así la inmortalidad. El cerebro podría demorarse algo como último resto del cuerpo orgánico, dirigiendo sus miembros mecánicos y observando el Universo a través de sus sentidos electrónicos... sentidos mucho más finos y sutiles que aquellos que la ciega evolución pudiera desarrollar jamás. Hasta en la Tierra se habían dado ya los primeros pasos en esa dirección. Había millones de hombres, que en otra época hubiesen sido condenados, que ahora vivían activos y felices gracias a miembros artificiales, riñones, pulmones y corazones. A este proceso sólo cabía una conclusión... por muy lejana que pudiera estar. Y eventualmente, hasta el cerebro podría incluirse en él. No resultaba esencial como sede de la conciencia, como lo había probado el desarrollo de la inteligencia electrónica. El conflicto entre mente y máquina podía ser resuelto al fin en la tregua eterna de una perfecta simbiosis.


Mas, ¿era aun esto el fin? Unos cuantos biólogos inclinados a la mística, iban todavía más lejos. Atando cabos con las creencias de las diversas religiones, especulaban que la mente terminaría por liberarse de la materia. El cuerpo— robot, como el de carne y hueso, sería solamente un peldaño hacia algo que, hacía tiempo, habían llamado los hombres «espíritu».


Y si más allá de esto había algo, su nombre sólo podía ser Dios.

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